arcabuceros españoles batalla de Bicocca 1522

Oficiales y arcabuceros españoles en la serie de grabados coloreados La cavalcata dell’Imperator Carlo V nel suo ingresso in Bologna (1530), de autor desconocido, Albertina Museum, Viena. El aspecto los soldados que participaron en la batalla de Bicocca ocho años atrás sería idéntico al de estas figuras.

A principios de 1521, la paz que había puesto fin a la virulenta pero indecisa guerra de la Liga de Cambrai (1508-1516), amenazaba con colapsar. El Tratado de Noyon, firmado por Francisco I de Francia y el jovencísimo Carlos I, había certificado un precario equilibrio de fuerzas en Italia. Los españoles conservaron el reino de Nápoles, conquistado por el Gran Capitán, en tanto que la Corona francesa vio reconocida su conquista del ducado de Milán tras la aplastante victoria de Francisco I en Marignano (1515). Con la salvedad de la breve Guerra de Urbino (1517) entre el pontífice León X y Francesco Maria della Rovere, duque de Urbino, la paz se instaló de nuevo en una Italia esquilmada que pronto creyó olvidar las turbulencias. El cronista florentino Francesco Guicciardini escribió en su Storia d’Italia que “aunque dudosa y llena de sospechas, parecía que [Italia] tenía al Cielo, al hado propio y a la fortuna envidiosos de su quietud o temerosos de que, si reposaba más tiempo, volviese a su antigua felicidad”.

En efecto, los hados de la política internacional quebraron el frágil equilibrio cuando, tras la muerte de su abuelo Maximiliano I, Carlos I fue coronado sacro emperador romano. Francisco I, que también ambicionaba la dignidad imperial y no deseaba verse sometido a su rival –el ducado de Milán era un feudo del Imperio–, comenzó a prepararse para la guerra. A pesar de los ulteriores intentos del monarca francés de presentar su agresión como una maniobra preventiva, Jean Barillon, secretario del canciller Antoine Duprat, deja claro el motivo: “creo que el primer fundamento de la guerra fue la elección del emperador”. Los primeros movimientos franceses fueron soterrados. En la primavera de 1521, aprovechando que Carlos V estaba enfrascado en lidiar con Lutero en la convulsa Dieta de Worms, al tiempo que Castilla estaba sumida en la Revuelta de los comuneros, Francisco lanzó dos invasiones encubiertas sobre los dominios de su enemigo. Por un lado, indujo a Roberto III de La Marck, príncipe de Sedán, a rebelarse contra Carlos y lanzar una ofensiva en los Países Bajos a través del curso del Mosa. En paralelo, envió un nutrido ejército encabezado por André de Foix sobre la Baja Navarra, conquistada e incorporada a la corona de Castilla en 1512. A ojos de los demás monarcas europeos, era obvio que Francisco había iniciado la agresión. “La guerra –en palabras de Barillon– era ahora abierta”, y el águila y la salamandra, símbolos heráldicos de los dos monarcas en litigio, iban a verse las caras directamente.

Los primeros hechos de armas fueron favorables al emperador, que derrotó fácilmente en los Países Bajos a La Marck y, en la península ibérica, vio cómo su ejército alcanzaba una victoria decisiva, en Noáin, sobre las fuerzas franco-navarras. De este modo, Francisco I se vio arrastrado a un conflicto mal calculado. En efecto, Carlos V, que había buscado la corona imperial con fines eminentemente defensivos, para evitar que un emperador hostil procediera a desmembrar sus territorios, se acordó de las palabras de su canciller, Mercurino Arborio de Gattinara: “Bajo la sombra del título imperial, no solo podía atender sus territorios y reinos heredados, sino también otros más extensos, aumentando el imperio hasta que su monarquía abarcara el mundo entero”. Aunque el emperador no iba tan allá en sus designios inmediatos, sí vio la ocasión para recuperar el ducado de Borgoña y expulsar de Italia a Francisco I.

Los primeros éxitos imperiales

Fracasadas las iniciativas francesas, las circunstancias no tardaron en volverse adversas para Francisco. Carlos V forjó una alianza con el papa León X y con Enrique VIII de Inglaterra, lo que dio un giro total a los acontecimientos: los franceses, acometidos por distintos frentes, debían mantenerse a la defensiva sin otro apoyo que la República de Venecia. Carlos pasó al ataque desde los Países Bajos al tiempo que ordenó a sus fuerzas de Nápoles, al mando de Próspero Colonna y del marqués de Pescara, que marchasen hacia el norte para unirse a las tropas pontificias, capitaneadas por el joven Federico Gonzaga, duque de Mantua, y avanzar seguidamente sobre Milán. Desde el norte llegaría una hueste de lansquenetes al mando de Georg von Frundsberg. Colonna y Gonzaga alcanzaron las inmediaciones de Parma el 1 de agosto con 6000 infantes italianos, 2500 soldados de la Guardia Papal y 500 caballos ligeros. Hernando de Ávalos, marqués de Pescara, marchó al mando de 2000 infantes españoles, 300 hombres de armas y 300 caballos ligeros hacia el Domini di Terraferma veneciano para recibir a Frundsberg y evitar que los venecianos acudiesen en ayuda de los franceses. La fuerza de los lansquenetes consistía en 4000 alemanes y 2000 grisones, todos ellos de a pie.

El triunfo del emperador Maximiliano I lansquenetes

Hombres de armas y lansquenetes en una lámina de la serie El triunfo del emperador Maximiliano I (siglo XVI), de Hans Burgkmair el viejo (1473-1531), Biblioteca Digital Hispánica.

La situación de las tropas francesas en Milán era sumamente precaria. Odet of Foix, vizconde de Lautrec, a quien secundaba su hermano Thomas de Foix, señor de Lescun, contaba solo con 4000 soldados y tenía la población en contra. Francisco I, que entre tanto había logrado frenar la ofensiva imperial en Picardía, envió refuerzos de inmediato: 8000 infantes suizos, 5000 gascones, 6000 aventureros franceses y 1000 caballos ligeros. Lautrec solo pudo disponer, para la defensa de Parma, de los primeros, ya que los demás quedaron retenidos en la frontera de Saboya y no llegaron hasta septiembre, luego de que las presiones diplomáticas persuadieran al duque Carlos III de que los dejase transitar por sus territorios. Los suizos, además, mostraron una inclinación escasa a obedecer las órdenes, dado que Lautrec no recibió fondos de la Corona y tuvo que acabar pagando lo que pudo de su bolsillo: “si hubiera esperado las provisiones de allá [Francia], no hay nada más cierto que el rey habría perdido este ducado”, escribió el 19 de agosto al consejero real Florimond Robertet.

El único apoyo inmediato que recibieron los galos provino del ejército veneciano de Teodoro Trivulzio, formado por 8500 infantes italianos, 500 hombres de armas y 1000 caballos ligeros. Sin embargo, la falta de coordinación condenó la estrategia franco-véneta: las fuerzas imperiales y pontificias cruzaron el Po sin oposición, y luego el Adda, lo que las condujo a las puertas de Milán. El 22 de noviembre tomaron la urbe tras un breve enfrentamiento con las fuerzas franco-venecianas y tomaron cautivo a Trivulzio. Lautrec no quiso comprometer su ejército y, tras dejar unos pocos cientos de hombres en el castillo bajo el mando de un capitán gascón, monsieur Mascaron, se retiró apresuradamente hacia Cremona. La ciudad de Como, y también Pavía y Alessandria della Paglia, cayeron poco después en manos imperiales, dado que las guarniciones francesas eran poco numerosas y sus pobladores mostraban notorias simpatías gibelinas –imperiales–. Las noticias no tardaron en extenderse, de modo que León X supo de la victoria poco antes de morir. El cronista francés Martin du Bellay incluso atribuyó su fallecimiento a la explosión de júbilo de que fue presa: “cobró tal alborozo que un catarro y una fiebre continua, en tres días, lo llevaron a la muerte; estuvo feliz de morir de alegría”.

La llegada del invierno, con la consabida suspensión de las operaciones, dejó a las fuerzas de Carlos V y el papa en poder del centro neurálgico del ducado, mientras que los franceses y los venecianos controlaban algunas de las plazas periféricas al oeste y el sur del mismo. Ambos bandos se aplicaron, durante los meses invernales, a preparar la campaña de 1522.

Preparativos de campaña

Francisco I supo de la pérdida de Milán en cuanto llegó a París, procedente de Amiens, a fines de año. De inmediato, el consejo real tomó la decisión de reclutar diez mil infantes suizos y enviar al ducado tres de las mejores cabezas del reino: René de Saboya –más conocido como “bastardo de Saboya”–, gran maestre de reino; Jacques de la Palice, mariscal de Francia; y un prometedor joven llamado Anne de Montmorency, que ya se había distinguido en Marignano. Según Roberto de La Marck, el conflicto entre egos fue considerable: “el gran maestre se apellidaba a sí mismo teniente general del rey; monsieur de Lautrec también; todos querían ser maestres, porque tenían una larga enemistad uno contra el otro”. No fue sencillo reclutar los suizos, ya que, si bien Lucerna mostraba buena disposición, no sucedía otro tanto en Zúrich y Schwyz, pero a la postre, según Guicciardini, “la avaricia de los particulares, de los cuales unos pedían al rey pensiones, otros, deudas antiguas”, llevó a los cantones a autorizar la leva y, en los primeros meses de 1522, bajaron por los desfiladeros de San Gotardo y San Bernardo hacia Varese.

Colonna, por su parte, no recibió más refuerzos que cuatro mil lansquenetes que llegaron a principios de año con Francesco II Sforza, duque de Milán. Sin embargo, la población estaba casi sin fisuras de parte de los imperiales, de modo que, a mediados de febrero, Fernando Marín, abad de Nájera y comisario de guerra del Ejército de Lombardía, escribía a Carlos V que la moral, en Milán, era elevada: “toda esta cybdad están tan contenta, que no tyenen temor de perder nada de lo ganado aunque vengan XX mili suyços, antes […] [de] expeler en todo los enemygos fuera de este estado y de Italia con ayuda de Dyos y déla buena ventura de Vuestra Magestad”. En Milán, Colonna disponía de 3000 lansquenetes, 4000 infantes españoles, 6000 infantes italianos y 700 hombres de armas; Federico Gonzaga defendía Pavía con 4000 infantes italianos al servicio del nuevo papa –Adriano VI–, 300 hombres de armas y 100 caballos ligeros; Parma estaba guarnecida por 2000 lansquenetes, 1000 infantes italianos y 200 hombres de armas al mando de Antonio de Leyva; en Alessandria había 300 infantes italianos, 100 lanzas y 200 caballos ligeros al mando del señor de Visconti; Como tenía una guarnición de 1000 infantes italianos y 100 caballos ligeros. Otras poblaciones contaban a su vez con pequeños contingentes.

castello sforzesco Milán

El castello sforzesco, la gran ciudadela de Milán en la que los franceses permanecieron asediados durante años (ca. 1540-1560), grabado anónimo, Rijksmuseum, Ámsterdam.

La estrategia de Colonna consistía en centrarse en la defensa de Milán, y para ello fortificó el punto débil de la ciudad: la parte trasera del castillo ducal, por donde presumiblemente Lautrec trataría de socorrer a la famélica guarnición francesa. Colonna hizo construir para ello dos amplias trincheras entre las puertas de Como y Vercelli, cada una con un parapeto reforzado y un bastión provisto de artillería. En palabras de Guicciardini: “impedían a un mismo tiempo que en el castillo pudiese entrar algún socorro y que ninguno de los asediados pudiese salir”.

Escaramuzas y combates singulares

El ejército francés se puso en campaña hacia finales de marzo. Según Roberto de La Marck, “era un ejército maravillosamente hermoso y bien equipado, [también] de lo que antes le había faltado, principalmente de dinero, que es lo principal en la guerra, y si me preguntan por qué estaban tan bien provistos, diría que por eso el señor gran maestre, que era jefe de finanzas, estaba allí en persona”. El abad de Nájera, en cambio, no ocultó su desprecio por la infantería suiza en sus cartas al emperador: “estos suyços byenen de muy mala gana, mal armados, rotos, descalços y mal probeydos de vituallas que no hallan que comer por todo el milanes”. Sea como fuera, en unas semanas los capitanes de Francisco I reunieron un campo numeroso, ya que a las tropas de Lautrec se agregaron, antes de atravesar el río Adda hacia Milán, las Bandas Negras del condotiero Giovanni de Médicis, contratado por Francesco Sforza, pero que se pasó al bando francés “incitado de mayores y más ciertos sueldos por el rey de Francia”, según Guicciardini.

En Monza, unos kilómetros al noreste de Milán, se produjo la reunión de las huestes de Lautrec con los refuerzos suizos al mando del bastardo de Saboya, el mariscal de la Palice y Anne de Montmorency, y con el ejército veneciano mandado por Francesco Maria della Rovere, duque de Urbino, procedente de Bérgamo. Fernando Marín informó a Carlos V del dictamen de un prisionero español que escapó del campo francés sobre tales tropas: “dyze que toda la infanteria de benecianos traen, puede ser dos mili y quynyentos honbres italianos, no muy bien armados y que byenen de mala voluntad y aun haciendo burla de franceses que byenen a hazer esta empresa con tan poco apárejo dé jente y de otras cosas”. En cambio, el abad juzgaba que la calidad de los imperiales era excelente: “la gente darmas está muy byen armada y mucho byen a caballo, la infanteria toda muy byen armada, especialmente la spañola que allende de las armas no ay infante que no aya hecho un jubón de brocado tela doro […], y toda la gente dispuesta y ganosa de convatyr, se espera una grand vyctoria”.

Anne de Montmorency

Retrato de Anne de Montmorency (ca. 1533-1536), óleo sobre lienzo de Corneille de Lyon (1500/1510-1575). Museum of Fine Arts, Boston.

Las afirmaciones del comisario imperial, en lo relativo a la capacidad de las fuerzas francesas y venecianas, contrastan con lo escrito por el soldado Martín García Cereceda, según el cual estos tenían un ejército de 30 000 infantes suizos, 5000 gascones, 6000 aventureros, 1200 lanzas y 2000 caballos ligeros, más 8000 infantes, 500 lanzas y 1000 caballos ligeros venecianos. Cabe mencionar que, desde 1515, cada lanza francesa, entendida como unidad militar, constaba de un hombre de armas, cinco soldados de caballería intermedia, un paje de armas y un criado. En el caso imperial, el número de efectivos era menor –pasaba de seis a cuatro combatientes–.

El caso es que los franco-venecianos marcharon sobre Milán y se aproximaron a la ciudad por la parte del castillo, tal y como Colonna había supuesto. Se trabaron algunas escaramuzas sin que hubiese muchas bajas por ambas partes, aunque algunas fueron muy sentidas. Dos gentilhombres del séquito de Lautrec, Marcantonio Colonna –hermano del comandante imperial– y Camilo Trivulzio, murieron alcanzados por el certero disparo de un artillero español. Según García Cereceda, Próspero Colonna dijo ante los presentes: “Señores, no lloro yo por la muerte de mi hermano Marco Antonio; mas lloro porque murió en servicio del mayor enemigo que yo tengo”.

Lautrec, visto que los imperiales estaban muy bien atrincherados en Milán, se retiró hacia el sur y tomó posiciones entre esta ciudad y Pavía. Mientras se sucedían las escaramuzas entre las guarniciones de estas plazas y el ejército franco-veneciano, el general francés destacó a Federico di Bozzolo con 7000 infantes, 400 caballos ligeros y cuatro cañones a Gambolò, en la orilla opuesta del río Ticino, para unir fuerzas con un cuerpo de varios miles de infantes franceses y gascones a las órdenes del señor de Lescun –hermano de Lautrec–, que había desembarcado hacía varios días en Génova y en el que iban el famoso caballero Pierre du Terrail, señor de Bayard, y el coronel Pedro Navarro, antiguo servidor de Fernando el Católico que había cambiado de partido tras su captura por los franceses. Desde Gambolò, ambos cuerpos marcharon contra Novara y la rindieron con facilidad. Esta maniobra, sin embargo, dejó vía libre para que Francesco Sforza llevase a Milán 6000 lansquenetes adicionales desde Trento, tomando por el camino el castillo de Croara a los venecianos, para pasar a continuación cerca de Verona y Mantua, rodeando las posiciones franco-venecianas, y entrar en el ducado a través de Piacenza. Lautrec, a su vez, avanzó sobre Pavía, pero Colonna se le anticipó y envió tres compañías españolas a reforzar la guarnición pontificia. Estas tropas, al mando de los veteranos capitanes Cervera, Cervellón y Santa Cruz, “pasaron los mayores trabajos que se podían pasar, por los rodeos y fosos y aguas que había por su camino, sin el peligro a que se pusieron al pasar por una guardia de las del campo de venecianos”, en palabras de García Cereceda.

Mapa campaña batalla de Bicocca 1522

Mapa de la campaña de Bicocca, marzo-abril de 1522. Pincha en la imagen para ampliar. © Desperta Ferro Ediciones

Las lluvias primaverales afectaron al ejército franco-veneciano, que, falto de suministros y con las arcas más vacías que llenas, no estaba en disposición de emprender un largo asedio. Da fe de ello Martin du Bellay: “Estuvimos en este estado seis o siete días, teniendo en todos ellos escaramuzas y lanzas rotas, pero caía una lluvia tan extrema que nuestros víveres, que venían de Lomellina a nuestro campo, ya no podían llegar, pues el Ticino estaba desbordado y todos los riachuelos se habían convertido en torrentes”. Así pues, Lautrec no tuvo más remedio que ordenar el regreso a Monza, donde esperaba abastecerse como era debido y recibir caudales desde Francia para pagar a los suizos, que ya mostraban inquietud.

El 7 de abril dio comienzo la marcha, durante la cual se produjo una gran escaramuza entre efectivos de ambos ejércitos cerca de Binasco. El hecho más destacado de este choque fue el combate singular entre Giovanni de Médicis –Juan de las Bandas Negras, cuyo cambio de bando era ya notorio en Milán– y el soldado de caballería español Juanote de la Rosa, “los cuales dos, después de haber roto las lanzas –menciona García Cereceda–, vienen a los brazos e caen en tierra; e Juanote de la Rosa, aunque muy mal herido en la cabeza del pico de la hacha darmas, fué el primero que se levantó y tomó el caballo de Juanin de Médicis, llamado «el Papa», caballo de gran precio. Juanin se salvó en el caballo de Juanote de la Rosa, con socorro que tuvo de su gente”.

Más allá de este duelo caballeresco, la escaramuza no tuvo trascendencia. Los golpes de mano imperiales en la retaguardia francesa no desviaron a Lautrec de su nuevo plan: visto que no era factible sitiar Milán, y ni siquiera plazas más pequeñas como Pavía, quería privar a los imperiales y los pontificios del control de la campiña para que el hambre lograse lo que no podían sus tropas. Según Guicciardini:

«No esperando Lautrec expugnar a Milán, pensaba que, con la dilación del tiempo, podría llegar a la victoria, porque por la multitud de sus caballos y de tantos forajidos como le seguían, haciendo que corriesen por la mayor parte del país, causaba mucho impedimento para que entrasen vituallas. Había hecho romper todos los molinos y apartado las aguas de los canales de que aquella ciudad recibe mucha comodidad».

Próspero Colonna no tenía intención de dividir su ejército, y menos aún de encerrarse de nuevo en Milán, de modo que, tras marchar en paralelo a las fuerzas franco-venecianas, se interpuso entre estas y Milán en una aldehuela llamada Bicocca, “que son cuatro casas en unas llanas campañas que están cuatro millas de Milan”, según la descripción de García Cereceda. Sin pérdida de tiempo, los imperiales empezaron a fortificar el lugar, ya de por sí apto para albergar un campamento de fácil defensa. Guicciardini lo describe como “un caserío muy espacioso, rodeado de grandes jardines, que tenían por términos muy profundos fosos. Los campos de su contorno están llenos de fuentes y de arroyos traídos, según el uso de Lombardía, para regar los prados”.

Hernando Francisco de Ávalos, marqués de Pescara

Retrato de Hernando Francisco de Ávalos, marqués de Pescara (1568), grabado de Nicolò Nelli (activo ca. 1552-1579), Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

En Monza, entre tanto, los mercenarios suizos perdieron la paciencia y comunicaron a sus capitanes que volverían a sus hogares si no cobraban las pagas atrasadas o si Lautrec no ordenaba atacar de una vez a los imperiales. Consciente de que esto era extremadamente arriesgado, puesto que había ordenado reconocer la posición enemiga, Lautrec pidió paciencia a los suizos, y también lo hicieron el bastardo de Saboya y el mariscal de la Palice, ya que “esperaban vencer a sus enemigos sin combatir al obligarlos a abandonar su fuerte por hambre, y que asaltar su fuerte iba contra todas las razones de la guerra”, según de Martin du Bellay. No obstante, los helvéticos, animados por sus capitanes, no dieron su brazo a torcer, por lo cual “el señor de Lautrec, viéndose mandado por aquellos que debían obedecerle, ordenó que la jornada siguiente, día de Quasimodo, el ejército estuviese presto para marchar”, en palabras de Bellay. Unas décadas más tarde, el célebre cronista Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, afirmaría que las obligaciones de Lautrec excedían a sus capacidades y lo compararía desfavorablemente con el caballero Bayard:

«Se dice que antes de ser expulsado de Milán, varias noticias y quejas contra él llegaron al rey, pues era demasiado severo y no apto para semejante gobierno. Curtido, osado y valiente sí lo era, también para combatir en la guerra y golpear a la sorda, pero para gobernar un estado no era válido».

Pedro Vallés, cronista del marqués de Pescara, describiría a Lautrec como un buen general: “verdaderamente en el capitan Lautrech estavan muchas virtudes esclarecidas […] en las cosas de guerra era tenido en tal opinion que, menospreciando los consejos de los otros, antes queria errar por si que ser enseñado de otros”. En la ocasión de Bicocca, sin embargo, los acontecimientos superaron claramente al francés desde las jornadas anteriores a la batalla. Tampoco consiguieron domeñar a los suizos, ciertamente, el comandante veneciano, Francesco Maria della Rovere, duque de Urbino, ni Juan de las Bandas Negras, ni ningún otro capitán del ejército franco-véneto.

La batalla de Bicocca

El 27 de abril, antes del amanecer, las fuerzas francesas, encabezadas por los mercenarios suizos, abandonaron sus acantonamientos en torno a Monza y se encaminaron a Bicocca. Las avanzadas imperiales avisaron rápidamente a Colonna: “estando en esto esta mañana, obymos avyso que los enemygos venyan con toda deliberación de conbatir este exército, y, ansy, se puso luego en orden toda la gente en el mesmo alojamiento que se tenya”, escribiría el abad de Nájera a Carlos V. Sin pérdida de tiempo, Colonna reunió su consejo: Hernando de Ávalos, marqués de Pescara; Vespasiano Colonna, duque de Traetto; Ferrante Castriota, marqués de Civita Sant’Angelo; los españoles Antonio de Leyva y Hernando de Alarcón; Ferrante di Capua, duque de Termoli; y Georg von Frundsberg, comandante de los lansquenetes. La decisión unánime fue la de aguardar en los atrincheramientos a cubierto y aceptar batalla al ejército franco-veneciano.

La posición imperial en Bicocca era de fácil defensa: la derecha estaba protegida por una zanja inundada que discurría en paralelo al camino de Milán, y la izquierda y la retaguardia por dos acequias y un riachuelo desbordado por las lluvias. El frente lo defendía un camino hundido que hacía las veces de foso, detrás del cual Colonna había ordenado alzar un parapeto de tierra para cubrir sus escuadrones. La arcabucería española, al mando de Pescara, se situó en primera línea tras el parapeto, mientras que el grueso de la infantería, tanto española como alemana, formó a sus espaldas en cuatro escuadrones. Para impedir que los franco-vénetos flanqueasen la posición por la derecha, donde había un puente que daba acceso a la retaguardia imperial, Colonna destacó a sus espaldas, frente a una de las acequias, tres compañías de infantería española, 200 hombres de armas y 200 caballos ligeros a las órdenes de Antonio de Leyva y Pedro de Cardona, conde de Golizziano, además de una avanzada de 400 hombres de armas y algunos escopeteros españoles junto al puente. La artillería estaba emplazada sobre plataformas de tierra y tenía una magnífica visión del frente por el que no tardarían en aproximarse las fuerzas enemigas.

Al llegar a la vista de Bicocca, Lautrec ordenó al caballero Bayard y a Pedro Navarro que se adelantasen a efectuar un reconocimiento y, mientras tanto, formó sus fuerzas para la batalla. Montmorency dirigiría el ala derecha; el propio Lautrec, secundado por el bastardo de Saboya, Jacques de la Palice y Galeazzo Sanseverino, el centro; della Rovere permanecería en retaguardia con las tropas venecianas, y Lescun comandaría los hombres de armas, que formó en el ala izquierda y cuyos soldados, para confundir a los imperiales, se colocaron sobre sus armaduras casacas blancas con cruces rojas. La fuerza de choque consistía en tres formidables escuadrones de piqueros suizos con nombres característicos, secundados por otro de gascones y un cuarto integrado por los aventureros y las compañías italianas: “ansí se hizo el escuadrón del toro y el de la vaca y el del bezerro, y un escuadrón de quinientas lanzas y un pequeño escuadrón de ynfantería gascona; y [dispuso Lautrec] que el resto de la demás gente se hiziese un escuadrón”, escribió el español García Cereceda. Frente a estas tropas debían marchar las Bandas Negras de Giovanni de Médicis, formadas por caballos ligeros, arcabuceros a caballo y alguna infantería, con el cometido de hostigar a los imperiales por todas partes y mantenerlos fijos en sus atrincheramientos. Pedro Navarro marcharía tras ellos con un grupo de zapadores para abrir brechas en los parapetos del campamento. En cuanto a Lescun, que dirigía en persona un gran escuadrón de hombres de armas al que secundaba otro más pequeño mandado por el señor de Pontdormi, tenía la misión de flanquear a los imperiales por el camino de Milán y doblegar su retaguardia.

artillería ligera imperial Carlos V

Piezas de artillería ligera montadas sobre soportes de madera, como las que usó el ejército imperial en la batalla de Bicocca, dibujo perteneciente al Libro de armamentos de Maximiliano I (1502), ilustrado por Jörg Kolderer (ca. 1465/1470-1540), Bayerische Staatsbibliothek, Múnich.

La batalla comenzó con un profuso intercambio de fuego de artillería que favoreció a los imperiales. El abad de Nájera, presente en la contienda, escribió en su relación para Carlos V que “como assomaron los enemygos començo a jugar el artilleria de una parte y de la otra; la suya no hizo nada en los nuestros; la nuestra ha hecho harto daño, especialmente en la gente de caballo”. En efecto, los primeros en entrar en combate fueron los hombres de armas de Lescun y Giovanni de Médicis con sus temibles Bandas Negras, que asomaron entre las arboledas que había junto al camino de Milán. Pescara envió contra las gentes de Médicis al capitán Castaldo con su compañía de caballos ligeros y se trabó una confusa escaramuza en la que se impusieron los imperiales, cosa que impidió que Médicis y los suyos descubriesen el dispositivo defensivo enemigo. Sin embargo, aparecieron entonces los escuadrones suizos y el grueso del ejército franco-véneto. Una de las tres grandes agrupaciones de piqueros helvéticos, dividida en dos columnas, una encabezada por Arnold Winkelried von Unterwalden y la otra por Albert von Stein, bajo el mando global de Anne de Montmorency –que marchaba a pie, pica en mano, con un séquito de jóvenes nobles franceses ávidos de gloria–, avanzó con resolución hacia la posición imperial. La artillería abría grandes brechas en sus filas y destrozaba las puntas de las picas, pero el ímpetu de los suizos no aflojaba. Lo peor para estos, sin embargo, estaba por llegar. Pescara había ordenado a sus arcabuceros españoles, desplegados en cuatro hileras, que disparasen de forma sucesiva y continuada –el primer uso atestiguado de esta táctica–. En palabras de Pedro Vallés:

«Mando a los de la primera orden [la primera fila], que en aviendo descargado los arcabuzes, luego se hincassen de rodillas, y de nuevo armassen, porque la segunda orden tuviessen lugar de tirar sin peligro de los que estavan delante; y mando que los mesmo hiziessen los segundos, terceros y quartos, y que en acabando de tirar los ultimos, luego y diligentemente se alçassen los primeros y segundos para desparar, y que ansi, sin jamas cessar, continuamente esta maravillosa orden, a manera de una contina tempestad de tiros, porque antes que viniessen a las manos, fuesse desbaratada la infanteria del enemigo».

Al llegar al borde del camino hundido, los piqueros suizos descubrieron con sorpresa que una zanja los separaba del enemigo y fueron recibidos con una descarga cerrada de arcabucería que mató a centenares. Lo que no esperaban es que, tras esta, llegase otra de inmediato, y a continuación otra, y así sucesivamente. Según García Cereceda: “La escopetería y arcabuzería española comienza a ferir en ellos, e de tal suerte, que antes que a las manos viniesen murieron más de dos mil esguízaros”. A decir de Roberto de La Marck: “Cuando arribaron al fuerte y descendieron a los fosos, lo hallaron tan fuerte que no pudieron pasar adelante y se vieron todos azotados de las escopetas, los arcabuces y su artillería gruesa; [la posición] era más fuerte que una villa”. El escuadrón de Winkelried quedó deshecho allí mismo; el de Albert von Stein, en cambio, saltó al camino hundido y ascendió el parapeto, a pesar de las múltiples bajas, hasta toparse cara a cara con el escuadrón de lansquenetes de Georg von Frundsberg, “hombre de gran cuerpo y de grandissimas fuerças”, en palabras de Pedro Vallés. Los piqueros españoles se echaron cuerpo a tierra para esquivar los disparos de los suizos, cuya vanguardia se enzarzó en un mortal choque de picas con los lansquenetes al tiempo que Stein se abalanzaba sobre Frundsberg. Así refiere García Cereceda el duelo a muerte entre ambos:

«Como estas dos naciones se desunen de muerte, se va el uno contra el otro; a los primeros botes, el coronel de los esguízaros dio un bote de pica a el coronel de los alemanes en un muslo, le pasó las armas y le hirió en el muslo; viéndose ansí herido, con el coraje e mala voluntad que tuviese al coronel de los esguízaros, arremete con él y lo mata».

Caído Stein, los lansquenetes imperiales, auxiliados por infantes españoles que, sin orden de sus jefes, se lanzaron desde lo alto del parapeto contra el flanco izquierdo del escuadrón suizo, acabaron con esta tropa, cuyos supervivientes huyeron en desbandada dejando su preciado cuerno, que los imperiales llevaron a Colonna como trofeo. Algunos, eso sí, conservaron el temple suficiente como para rescatar a Montmorency, que había caído inconsciente en el camino hundido. Casi todos los jóvenes nobles que lo acompañaban –el conde de Montfort, los señores de Miolans, de Graville y Launay, y otros muchos– yacían muertos, aunque él no tardaría en recuperarse y viviría muchos años más, hasta caer de un pistoletazo, con setenta y cuatro, al mando del Ejército católico y real en la batalla de Saint-Denis (1567), durante las Guerras de Religión de Francia. El día de Bicocca, entre tanto, Lautrec observaba apesadumbrado el desastre, ignorante de que, mientras este se desarrollaba, su hermano había logrado flanquear la posición imperial. Así era; mientras la arcabucería española destrozaba las columnas suizas, Lescun había caído de improviso con los hombres de armas y la infantería de las Bandas Negras sobre las tropas que defendían el puente que cruzaba la zanja inundada y, tras desbaratar a los caballos ligeros de Ambrosio Landriano, al que tomaron prisionero, se habían lanzado sobre el bagaje de Colonna.

Mapa batalla de Bicocca 1522

Mapa de la batalla de Bicocca, 27 de abril de 1522. Pincha en la imagen parea ampliar. © Desperta Ferro Ediciones

Por un momento se desató el pánico en la retaguardia imperial, pero para cuando Lautrec envió su escuadrón de infantería gascona a explotar la brecha, ya era tarde. La artillería ligera del campo imperial, montada en soportes de madera, desorganizó las bandas de hombres de armas de Lescun y la infantería italiana de Juan de las Bandas Negras, que se vieron atacados luego por la caballería de Antonio de Leyva y de Pedro de Cardona. Peor aún, de improviso sonaron trompetas a sus espaldas: era Francesco Sforza, que acababa de llegar desde Milán con abundantes refuerzos. En palabras del abad de Nájera: “de la otra parte de un fosso, estava el Duque de Mylan que a la ora avya llegado con syete o ocho myll ynfantes y más de dos myll caballos ligeros y de armas”. Lescun y sus caballeros, cogidos entre dos fuegos, vendieron cara su piel. “Señalado por los vestidos, y por las plumas, y jaeces” –escribiría Pedro Vallés–, este se batió con valentía, al igual que el caballero Bayard, Federico di Bozzolo y otros muchos gentilhombres. Lescun perdió su caballo y recibió una estocada en el rostro a través del visor del almete, pero al fin, tras una agónica lucha, y a costa de numerosas bajas, los principales comandantes lograron escapar de la encerrona. Por parte imperial, las bajas fueron también elevadas. La más sentida fue la del conde de Golizziano: una saeta disparada por un ballestero francés lo alcanzó en un ojo a través del visor del casco y le atravesó el cerebro, matándolo al acto.

En el frente, entre tanto, Pescara advirtió que era el momento de caer sobre los suizos en retirada y acabar con los supervivientes antes de que se reagrupasen. Sin embargo, dado que Colonna estaba atendiendo la retaguardia, los lansquenetes se negaron a obedecer y reclamaron con sorna las tres pagas que se les adeudaba. Pescara encomendó entonces al capitán Ginés que tomase tres compañías de infantes españoles y persiguiese a los suizos. Así lo hizo este, y con tanta prisa que, en cuestión de minutos, sus hombres llegaron hasta los cañones franceses, que Lautrec había ordenado ya retirar. Giovanni de Médicis, que cubría la retirada de los suizos, cargó entonces con sus caballos ligeros y algunas bandas de infantería sobre los españoles, que de pronto vieron cómo se cambiaban las tornas y perdieron a su capitán en la aciaga contienda. Por fortuna para ellos, un colérico Colonna ordenó a la caballería que corriese en su auxilio y, juntos infantes y hombres de armas, acabaron por poner en fuga a Juan de las Bandas Negras y su gente, a los que el duque de Urbino y las tropas venecianas, que se mantenían frescas, abandonaron a su suerte. Tras dos horas de combate, los imperiales cantaron victoria y volvieron a Bicocca con los despojos.

Alrededor de 3000 suizos, entre ellos de catorce a veintidós capitanes, yacían esparcidos en el camino hundido o el prado frente a este. También habían caído cientos de hombres de armas, caballos ligeros e infantes italianos. Las pérdidas imperiales, salvo en la acción de la retaguardia, habían sido insignificantes.

La lección que Francisco I no aprendió

Tras la derrota sufrida, el ejército franco-véneto se desintegró con rapidez. En Monza, Lautrec se ofreció a desmontar parte de sus hombres de armas para garantizar la seguridad de los acantonamientos suizos. No obstante, las terribles bajas sufridas habían hundido la moral de los helvéticos, que decidieron regresar a sus hogares. Menciona Martin du Bellay que, “el martes, los suizos nos abandonaron y se retiraron a su país, y con ellos el gran maestre bastardo de Saboya, el mariscal de Chabannes [Jacques de la Palice] y el señor Galeazzo Sanseverino”. También un abatido Lautrec se agregó a esta mermada y desmoralizada hueste que, dividida en pequeñas partidas, muchas de ellas sin oficiales, cruzó el río Adda en Trezzo y volvió a Suiza atravesando la provincia veneciana de Bérgamo. Francesco Maria della Rovere se refugió con el ejército de la señoría de Venecia en Brescia; Lescun y Giovanni de Médicis alcanzaron Cremona, y Federico di Bozzolo, con el resto de la caballería, buscó seguridad tras las murallas de Lodi. Montmorency se allegó a Venecia para tratar de impedir el derrumbe –que acabaría produciéndose inevitablemente– de la alianza franco-veneciana. La tarea más penosa era la que Lautrec tenía ante sí, pues, en palabras de Guicciardini, regresaba a su país:

«… no llevando al rey de Francia ni victorias ni triunfos, sino justificación de sí mismo y quejas de otros por la pérdida de tal Estado, perdido parte por culpa suya, parte por negligencia y consejos imprudentes de aquellos que estaban junto a él, y parte (si es lícito decir la verdad) por la malignidad de la fortuna».

En efecto, Francisco I recibió las noticias con semblante lúgubre. “Os aseguro que el rey estuvo muy descontento cuando supo de las nuevas”, escribió Robert de La Marck. Lautrec pudo considerarse afortunado, dado que el único castigo que le impuso el Valois fue negarse a recibirlo. A la postre, cuando tuvo ocasión de comparecer ante el rey, lo que hablaron llevó a Francisco I a descubrir que una remesa de 400 000 escudos que había destinado al pago de su ejército de Italia, debido a las intrigas entre distintas facciones cortesanas, jamás había salido hacia su destino. Por ello, el monarca perdonó a Lautrec, aunque tuvo la prudencia de destinarlo a Gascuña y reemplazarlo en el mando de sus ejércitos en Italia por el almirante Bonnivet.

Francisco I de Francia

Retrato de Francisco I de Francia (ca. 1527-1530), óleo sobre lienzo de Jean Cloutet (1480-1541), Musée du Louvre, París.

En el campo imperial se celebró la victoria por todo lo alto. Cremona cayó poco después, y los venecianos prácticamente estaban fuera de la guerra, lo que daba a todos grandes esperanzas de concluir victoriosamente la contienda. La guarnición francesa del castillo de Milán se rindió en la primavera de 1523, cuando solo quedaban 45 defensores con vida. Por otra parte, a pesar del éxito, el marqués de Pescara “apenas mostrava alegria alguna, ni en el animo, ni en el rostro, porque ayrado y casi que llorando se quexava que por la obstinacion de los tudescos se le uviese ydo de las manos una victoria de gloria incomparable”. Dicha victoria decisiva llegaría tres años después en la batalla de Pavía, en la que Hernando de Ávalos tendría por fin su triunfo aplastante. Mientras tanto, las lecciones que de Bicocca pudieran haber extraído los franceses cayeron en saco roto. Francisco I siguió con su fe inquebrantable en sus hombres de armas, sus piqueros suizos y su artillería pesada, y todavía dos años después, tras sufrir Bonnivet una dura derrota en el río Sessia –en la que cayó Bayard de un escopetazo–, no dudaba en atribuirlo a la poca pericia del general, y no a razones de índole táctica. Según el cronista Juan de Oznaya:

«Preguntándole despues Monsiur de Lutreque [a Bonnivet] como le habia ido con los españoles, respondió que cinco mil españoles eran cinco mil hombres darmas, y cinco mil caballos ligeros, y cinco mil arcabuceros, y cinco mil diablos que los importa. El rey se burlaba de entrambos, y decia que él pasaria a Italia, y les mostraria la manera de pelear».

Lo advirtiese o no el rey de Francia, Bicocca y Pavía transformaron decisivamente el arte de la guerra. El sólido cuadro de picas y la caballería acorazada no eran ya rivales para las flexibles formaciones de arcabuceros y piqueros españoles. Comenzaba el reinado del tercio.

Fuentes

  • Barrillon, J. (1899): Journal de Jean Barrillon, secrétaire du chancelier Duprat, 1515-1521, Vol. II. Paris: Librairie Renouard.
  • Bellay, M. du (1569): Les Mémoires de Mess. Martin Du Bellay, contenans le discours de plusieurs choses advenues au royaume de France depuis l’an 1513 jusques au trespas du roy François Ier. Paris: P. L’Huillier.
  • García Cereceda, M. (1873): Tratado de las compañas y otros acontecimientos de los ejércitos del Emperador Carlos V en Italia, Francia, Austria, Berbería y Grecia, desde 1521 hasta 1545, Vol. I Madrid: Sociedad de Bibliófilos Españoles
  • Guicciardini, F.; Felipe IV (trad.) (1890): Historia de Italia; donde se describen todas las cosas sucedidas desde el año 1494 hasta el de 1532, Vol. V. Madrid: Librería de la Viuda de Hernando.
  • Marck, R. de La (señor de Fleuranges) (1913): Mémoires du maréchal de Florange, dit le Jeune Adventureaux, Vol. II. Paris : Renouard, H. Laurens, successeur.
  • Pacheco y de Leiva, E. (ed.) (1919): La política española en Italia; correspondencia de Don Fernando Marín, abad de Nájera, con Carlos I, Vol. I. Madrid: Impr. de la Revista de archivos, bibliotecas y museos.
  • Vallés, P. (1558): Historia del fortissimo, y prudentissimo capitan Don Hernando de Aualos Marques de Pescara con los hechos memorables de otros siete exceletissimos Capitanes del Emperador Don Carlos V Rey de España, que fueron en su tiempo. Anvers: Juan Steelsio.

 Bibliografía

  • Oman, C. (1937): A History of the Art of War in the Sixteenth Century. London: Methuen & Co.
  • Potter, D. (2008): Renaissance France at War Armies, Culture and Society, c. 1480–1560. Woodbridge: Boydell Press.
  • Tracy, J. D. (2010): Emperor Charles V, Impresario of War: Campaign Strategy, International Finance, and Domestic Politics. Cambridge: Cambridge University Press.

Àlex Claramunt Soto (Barcelona, 1991) es director de Desperta Ferro Historia Moderna, graduado en Periodismo y doctor en Medios, Comunicación y Cultura por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de dos libros, Rocroi y la pérdida del Rosellón (HRM Ediciones, 2012), y Farnesio, la ocasión perdida de los Tercios (HRM Ediciones, 2014) y coautor junto con el fotógrafo Jordi Bru del libro Los tercios, además de diversas colaboraciones en obras colectivas. Ha formado parte del consejo editorial del Foro de Historia Militar el Gran Capitán, el principal portal en lengua española sobre esta temática, y ha trabajado varios años en el diario El Mundo como responsable de la sección de agenda en la delegación de Barcelona, coordinador de la sección El Mundo de China del suplemento Innovadores, y redactor web de dicha publicación.

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